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dijous, 17 de novembre del 2011

CREIXEMENT ECONÒMIC I FELICITAT.

Por


“La mejor sociedad es aquella en la que los ciudadanos son más felices. Por tanto, la mejor política será la que genera mayor felicidad.”

Jeremy Bentham

Partamos de una definición: “La felicidad consiste en sentirse bien, disfrutar de la vida y desear que este sentimiento se mantenga; e infelicidad, sería sentirse mal y desear que las cosas sean de otra manera”. En las sociedades avanzadas se produce una paradoja entre el crecimiento económico y la felicidad de las personas. Numerosos estudios muestran que en las últimas décadas, pese a que nuestras sociedades se han hecho más ricas, las personas que las forman no son significativamente más felices. La mayoría de la gente lucha para aumentar sus ingresos y, aún cuando lo consiguen, este hecho no proporciona un aumento de los indicadores de felicidad.En países como EE.UU, Inglaterra o Japón, por lo general, la gente no es más feliz hoy que hace 50 años, a pesar de que los ingresos medios se han duplicado o triplicado. Llega un punto que el hecho de disponer de más ropa, más coches, casas más grandes, más viajes… no se traduce en mayor felicidad.

Una cosa está clara, y es que una vez garantizado cierto nivel de vida, hacer a la gente más feliz no es una tarea fácil. ¿Por qué?

Comparación social

Richard Layard en su libro “La Felicidad” nos aporta las pistas necesarias para entender porqué llega un momento en que el crecimiento económico y la felicidad se divorcian. Resulta que sentirse satisfecho con los propios ingresos depende de dos factores: la comparación con lo que ganan los demás y lo que se está acostumbrado a ganar. En el primer caso, los sentimientos están gobernados por la comparación social; en el segundo, por la costumbre.

A la gente no le preocupa tanto lo que gana, sino lo que gana comparado con los demás. De hecho, la mayoría de las personas encuestadas al respecto estaría dispuesta a aceptar una reducción significativa de su nivel de vida si pudiera ascender en relación a los demás. Cuando las personas se hacen más ricas en relación con otras, son más felices. Pero cuando son las sociedades en su conjunto las que se hacen más ricas, no se vuelven por ello más felices.

En nuestras sociedades, los ingresos no solo representan un medio para comprar cosas. También utilizamos nuestros ingresos, mediante la comparación con los demás, como una medida de cómo somos valorados, y en algunos casos para valorarnos a nosotros mismos. El quid de la cuestión radica en llevar más o menos el mismo estilo de vida que nuestros amigos o vecinos o, si acaso, mejor. Lo que tiene relevancia es lo que ocurre en nuestro grupo de referencia y dada la cercanía con la que se establecen las comparaciones, algunas de las rivalidades más intensas se producen dentro de las empresas y la propia familia.

Las implicaciones de las comparaciones sociales son enormes, porque la percepción de nuestros ingresos relativos demuestra ser más importante que nuestros verdaderos ingresos.

Es curioso que en este contexto de competencia social, la mayoría de la gente no rivaliza por el ocio o la vida familiar; lo hace por los ingresos, y esta rivalidad provoca la tendencia a sacrificar excesivamente el ocio y la conciliación con el fin de aumentar los ingresos respecto a los competidores sociales, que finalmente son compañeros, vecinos e incluso familiares.

El otro elemento presentado por Layard es que “el nivel de vida es adictivo”. Es decir, una vez se alcanza una cuota de status, es imprescindible mantenerla para no ver disminuida la felicidad.

Los publicistas conocen este hecho y nos invitan a alimentar esta adicción cada vez más. El recurso publicitario más común consiste en hacernos ver que la gente de nuestro grupo social posee determinado producto y activan nuestros instintos de competencia social para tratar de comprarlo.

Del mismo modo que somos adictos al status, lo somos a las posesiones. Si uno no toma conciencia de este hecho, una vez se ha conducido un buen coche o se ha vivido en una casa lujosa, dar un paso atrás repercute directamente en la felicidad. Las cosas a las que nos acostumbramos más fácilmente son nuestra posesiones materiales: nuestro coche, nuestra casa, nuestro teléfono, nuestro ordenador… Y muchas veces se invierte demasiada energía en adquirirlas y en mantenerlas, generalmente a costa del ocio y la familia.

Felicidad y pobreza

Otro hecho es evidente, los ingresos adicionales son realmente valiosos cuando sirven para elevar a las personas por encima del umbral de la verdadera pobreza. Está comprobado que el aumento de la felicidad derivado de los ingresos adicionales es mayor cuando se es pobre y desciende a ritmo constante a medida que se es más rico. Es decir, el dinero extra les resulta más indiferente a los ricos que a los pobres.

Por lo tanto, si el dinero de una persona más rica pasara a una persona más pobre, la persona pobre obtendría una felicidad mayor que la que perdería la persona rica. Por tanto, la felicidad media aumentaría. Así pues, un país tendrá un mayor nivel de felicidad media cuanto más equitativamente esté distribuida la renta.

Los secretos de la felicidad

Una vez se ha alcanzado cierto nivel de bienestar, existen otros factores no materiales que aportan mayor felicidad: la relaciones, el desarrollo espiritual, el contacto con la naturaleza, la apreciación de la belleza, el agradecimiento y la empatía. Uno de los secretos de la felicidad consiste en disfrutar de las cosas tal y como son, sin compararlas con otras mejores. Esto no quiere decir dejar de tener ganas de evolucionar.

Es un hecho que si nuestras metas son demasiado bajas nos aburrimos; pero también lo es que si son demasiado altas, nos frustramos. El secreto es tener metas suficientemente amplias, sin llegar a demasiado. Las metas inalcanzables son una causa bien conocida de depresión. Del mismo modo que el aburrimiento también lo es. La clave está en autorregularse.

El factor interno

Además de nuestras relaciones, nuestra salud y nuestra preocupación por el dinero, lo que más afecta a nuestra felicidad es nuestro temperamento y actitudes básicas.

Es evidente que la felicidad depende no sólo de nuestra situación y de nuestra relaciones externas. Viktor Frankl, en su libro “El hombre en busca de sentido” mostró que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: “la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante cualquier conjunto dado de circunstancias, para decidir su propio camino”. Esa libertad interna que no se nos puede arrebatar, nos proporciona un extraordinario poder. Le da sentido y propósito a la vida.

Ver la botella medio llena es algo que puede aprenderse y entrenarse. Los seres humanos han conquistado en gran parte la naturaleza, pero todavía tienen que conquistarse a sí mismos.