Cuando los presidentes de EEUU han tenido que afrontar distintas crisis, con frecuencia han permitido que se sepa que son dedicados estudiantes de historia y biografía. Dada la magnitud de la crisis bancaria, crediticia y comercial ¿convendría sugerir a Obama y al resto de líderes mundiales que estudien las obras de los grandes economistas políticos?Ayudémosles escogiendo cuatro grandes nombres: Adam Smith, el virtual fundador de la disciplina y apóstol pionero del libre comercio; Karl Marx, el agudo crítico de las debilidades del capitalismo, y previsor menos fiable de su “inevitable” colapso; Joseph Schumpeter, el brillante y poco ortodoxo austriaco que, sin duda, no se oponía al sistema capitalista, pero que advirtió sobre sus defectos inherentes (el “vendaval perenne de destrucción creativa”); y esa gran mente, John Maynard Keynes, que dedicó la segunda mitad de su carrera a intentar hallar políticas para evitar el desplome del propio orden temperamental del libre mercado.¿Qué podríamos imaginar que dirían estos cuatro grandes economistas políticos sobre nuestra actual crisis económica?Smith expondría que nunca había defendido un liberalismo absoluto, que estaba consternado por cómo los créditos subprime concedidos a gente sin garantía fiscal contradecían su devoción por la economía moral, y que le preocupaba el gasto deficitario de muchos gobiernos.Marx estaría dolido tras descubrir hasta qué punto tergiversaron Lenin y Stalin sus teorías comunistas, y por la desaparición posterior a 1989 de la mayoría de las economías socialistas mundiales; sin embargo, podría sentir cierto placer al observar cómo el capitalismo moderno se está hundiendo bajo sus propias contradicciones.El austero Schumpeter, en cambio, nos instaría a aguantar otra década de grave depresión antes de que surja una nueva y más eficiente forma de capitalismo, aunque dejando tras de sí múltiples evidencias de severos daños.¿Y Keynes? Intuyo que no estaría muy contento con la situación actual. Es posible que le agradara que le hayan citado millones de veces en los actuales medios de comunicación, pero sospecho que le incomodarían algunas partes del plan de gasto de Obama: la propuesta del Tesoro estadounidense de destinar más dinero a la compra de deuda incobrable y al rescate de bancos “malos” que a la creación de empleos; el desenfrenado plan de gasto de Washington que no parece guardar coordinación alguna con los de Reino Unido, Japón, China y el resto de países; y, lo más inquietante de todo, el hecho de que nadie pregunte quién comprará los 1,75 billones de dólares en bonos del Tesoro que se ofrecerán al mercado este año –¿será el cuarteto asiático, China, Japón, Taiwan y Corea del Sur (todos con sus propias crisis económicas)?; ¿serán los incómodos estados árabes (sí, pero tal vez una décima parte de lo necesario)?; ¿o lo harán los estados europeos y sudamericanos próximos a la quiebra?– ¡Buena Suerte! Si este año se compra todo ese papel, ¿quién dispondrá de fondos para adquirir posteriores emisiones del Tesoro a medida que EEUU asuma unos niveles de endeudamiento que podrían hacer que el récord alcanzado por Felipe II parezca, en comparación, austero?En gran medida, nuestros cuatro filósofos llevarían razón. El capitalismo está en serios problemas. Smith, tras observar el colapso de Islandia y los problemas de Irlanda, se estaría replanteando su aforismo según el cual, para crear un estado próspero, no se necesita mucho más aparte de “paz, impuestos moderados y una tolerable administración de la justicia” –algo que no ha funcionado en esta ocasión–. En cambio, podrían escucharse murmullos de satisfacción procedentes de la tumba de Marx en el cementerio de Highgate.Entretanto, Schumpeter tendría un buen motivo para mascullar: “En realidad, no me sorprende”. En el caso de Keynes, podríamos imaginárnoslo tomando el té en las praderas de Grantchester, frunciendo el entrecejo ante la incapacidad de los simples humanos para hacer las cosas bien: nuestra tendencia al exceso de optimismo, nuestra ceguera frente a los indicios del sobrecalentamiento de la economía, nuestra propensión al pánico –y nuestra necesidad, cada cierto tiempo, de acudir a hombres más inteligentes como él mismo para recomponer nuevamente los destrozados cascarones del capitalismo–.Estos economistas políticos reconocieron instintivamente que el triunfo de las fuerzas del libre mercado no sólo traería mayor riqueza para muchos, sino que podrían acarrear consecuencias significativas que se extenderían por sociedades enteras. El liberalismo no era sólo un llamamiento a aquellos frustrados por restricciones jerárquicas y medievales; era también un llamamiento para liberar a Prometeo. Lógicamente, ambos te libraban de las cadenas de una época previa a los mercados, y te dejaban ante los riesgos del desastre social y financiero. Las reglas augustinianas dieron paso a las oportunidades del estilo de Bernie Madoff.Bajo el mismo razonamiento instintivo, los gobiernos han tomado precauciones frente a la búsqueda libre de los ciudadanos de la ventaja privada. Los estados han invocado la necesidad de que exista una seguridad nacional (hay que proteger a determinadas industrias, incluso si ello va en contra de la economía), el deseo de estabilidad social (no permitir que el 1% de la población controle el 99% de su riqueza y provoque, así, disturbios civiles), y la aplicación del sentido común sobre los gastos en bienes públicos (invirtiendo, de este modo, en carreteras, escuelas y brigadas contra incendios). De hecho, con la excepción de algunos estados comunistas como Corea del Norte, todas las políticas económicas actuales se dividen en un espectro reconocible de mayor frente a menor compromiso con el libre mercado.Pero lo que ha sucedido durante la última década es que muchos gobierno bajaron la guardia y permitieron que particulares en busca de beneficios, bancos, empresas de seguros y hedge fund dispusieran de muchas más posibilidades para crear nuevos esquemas de inversiones, apalancar cada vez más capital sobre unos recursos reales cada vez más débiles, y ampliar de forma espectacular el número de crédulas víctimas, creando el equivalente en nuestra era de la Burbuja del Mar del Sur. Serán muchos los millones de personas que se vean afectados a parte de los vendedores de falsas panaceas y los gestores de créditos que perpetraron estos denominados esquemas de “creación de riqueza”.¿Cuál es, entonces, el futuro del capitalismo? Nuestro actual sistema no será reemplazado, pese a las esperanzas de Marx, por una sociedad comunista totalmente igualitaria. Nuestra futura política económica probablemente no sea del agrado de Smith o de sus actuales discípulos: habrá un grado de interferencia gubernamental en “el mercado” superior a lo deseado, impuestos un tanto superiores y un alto índice de desaprobación pública hacia la obtención de beneficios en general.Schumpeter y Keynes, sospecho, se sentirán bastante más cómodos con nuestra nueva política económica neocapitalista y posterior a los excesos. Será un sistema en el que los instintos animales del mercado serán controlados (y calmados) de cerca por una serie de guardianes nacionales e internacionales, pero no se llevará a cabo ningún sacrificio ritual del principio de la libre empresa, incluso si tenemos que hundirnos aún más en la depresión durante los próximos años. El Homo Economicus sufrirá una horrible derrota. Pero el capitalismo no desaparecerá, sino que adquirirá una nueva forma.Al igual que la democracia, presenta importantes defectos –pero, de igual modo que se encuentran errores en la democracia, los críticos del capitalismo descubrirán que el resto de sistemas son peores–. La economía política lo confirma.
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